Un hombre, su caballo y su perro caminaban por una calle. El hombre quería mucho a sus dos animales, que en alguna ocasión incluso le habían salvado la vida. Pero esta vez, de repente y en un momento dado, el hombre se dio cuenta de que, tanto él como su caballo y su perro, habían muerto atropellados (a veces cuesta algo de trabajo comprender que se ha abandonado definitivamente la vida).
Siguieron caminando. Mucho tiempo. El recorrido era largo, ascendiendo lentamente cuesta arriba; bajo un fuerte sol abrasador. Cada vez más cansados, sudorosos y con una sed que comenzaba a ser abrasadora. Aunque habían muerto, descubrieron que necesitaban desesperadamente un poco de agua.
En una curva del camino, al pie de una gran montaña, se toparon con una explanada de losetas doradas que terminaba en una impresionante puerta de hierro forjado, con dinteles de mármol, tras la que se vislumbraba una plazoleta con un suelo que brillaba como el fuego. Un acueducto lleno de agua la atravesaba. El caminante se dirigió inmediatamente al guardián que, dentro de una lujosa caseta, se encontraba a la entrada.
– Buenos días, le dijo.
– Buenos días, respondió el guardián con solemnidad, desde debajo de su gorra.
– ¿Qué lugar es éste, tan hermoso? preguntó el hombre.
– Este es el Cielo, fue la escueta respuesta.
– ¡Qué suerte, hemos llegado al Cielo! Por favor, déjenos pasar, estamos cansados y sedientos, dijo el hombre.
– Bien, puede usted entrar y beber toda el agua que quiera, pero solo, le contestó el guardián, indicándole el camino con un gesto de su cabeza.
El hombre miró con ansia el agua cantarina, pero volvió la vista hacia su caballo y su perro, que le miraban implorantes, jadeando y con sus lenguas asomando entre los dientes.
– Mi caballo y mi perro están tan sedientos como yo, dijo en un susurro el hombre.
– Lo lamento mucho, le comentó cortésmente el guardián, pero aquí no se permite bajo ningún concepto la entrada a los animales. Usted tampoco podrá volver a salir una vez que entre en el Cielo, añadió.
– Pero ellos me han acompañado siempre, incluso han arriesgado su vida por salvar la mía, le replicó el hombre con angustia.
El guardián se limitó a menear la cabeza negativamente y con firmeza. El hombre se quedó quieto, desilusionado y con su reseca lengua clavada como una estaca entre sus labios. Sin embargo, decidió no beber si sus amigos no podían hacerlo. «Iré a ver si puedo encontrar dónde darles de beber, y luego pensaré cómo pedirle a Dios que los deje entrar conmigo», pensó.
Así que prosiguió su camino. Después de continuar ascendiendo por estrechas veredas, monte arriba, cada vez más sedientos y agotados, llegaron los tres a un jardín que rodeaba una vieja puerta de madera entreabierta. La puerta se asomaba a un amplio camino de tierra, con árboles frondosos a sus costados que ofrecían una acogedora sombra recorrida por la brisa. Bajo el tercero de ellos estaba un anciano jardinero de barba blanca, recostado en el suelo y con la espalda sobre el tronco. Parecía adormilado, con la cabeza cubierta por un amplio sombrero de paja que le cubría el rostro. El caminante se aproximó.
– Buenos días, señor, le dijo.
– Buenos días, joven, respondió afablemente el anciano.
– Estamos a punto de morir de nuevo mi caballo, mi perro y yo, esta vez de sed. ¿Hay algún lugar donde podamos beber los tres, aunque sea un momento, por favor?, preguntó el hombre con esfuerzo, sin poder casi articular las palabras por la falta de saliva.
– Detrás de aquellos arbustos hay un manantial de agua fresca, contestó el anciano. Pueden pasar y beber lo que les apetezca.
Nada más oírlo, el hombre, el caballo y el perro saltaron como flechas. Corrieron hasta el manantial, arrojándose literalmente dentro y bebiendo con ansia hasta calmar la sed y refrescarse. Al volver hasta donde estaba el anciano, el hombre le dio efusivamente las gracias.
– Pueden volver cuando quieran, fue la respuesta.
– A propósito – dijo el caminante – ¿cual es el nombre de este lugar?
– Están en el Cielo, contestó el anciano con una amplia sonrisa.
– ¡Pero no es posible, exclamó el hombre sin comprender nada, el guardián que estaba al pie de la montaña, junto al gran portal de mármol, nos dijo que el Cielo estaba allí!
– No, no, aquello no es el Cielo, ¡es el infierno!.
El caminante se quedó tartamudeando del asombro.
– !!!Pero, pero, pero entonces… esto es, es terrible… ese guardián mentiroso del infierno va a engañar a mucha gente!!!
– De ninguna manera, respondió el anciano. La verdad es que nos hace un favor, porque consigue que se queden allí aquellos que son capaces de abandonar, a las primeras de cambio, a sus mejores amigos.